Por: Vilbrum Tovar Peña/ columnista y enviado especial Informativo El Morro
Era una mañana calurosa, de esas que el Caribe engendra con su paciencia infinita, cuando el aire espeso se convierte en un sudario y hasta las montañas parecen fundirse bajo el implacable dominio del sol.
El olor a boñiga de ganado se mezclaba con el vapor tibio de la tierra, creando un perfume ancestral que transportaba a épocas de historias no contadas. Bajo las carpas blancas, la multitud se apretujaba, empapada de sudor y expectativa, como si el destino mismo de la tierra estuviera a punto de ser dictado por manos invisibles.
Desde las estribaciones de la Sierra Nevada,en el municipio de Aracataca los Arhuacos descendieron como un río lento y solemne, portando en sus mochilas no solo las hojas de coca, sino leyendas tejidas con hilos de tiempo.
Habían caminado algunos mas de tres días y dos noches días desde sus veinticuatro pueblos, sus pasos marcando un compás que resonaba con el eco de los espíritus de SERANKUA.
En la vereda Macaraquilla, del municipio de Aracataca, tierra que vio nacer al hombre mas grande y universal de colombia y le otorgo a Aracataca y al mundo su premio Nobel de Literatura, sus miradas con sus túnicas blancas y sus gorros en encima de sus cabelleras, su serenidad, contrastaban con el bullicio del evento, como si trajeran consigo el silencio y la sabiduría de las cumbres.
El día prometía ser histórico. La finca Anastasia, con sus 880 hectáreas de tierra fértil, sería entregada formalmente, un acto que simbolizaba la reparación de siglos de atropello y la promesa de un porvenir más justo. Pero el aire estaba cargado de algo más que calor: una sensación de magia inevitable, como si el mismo tiempo hubiera detenido su marcha para contemplar el evento.
A las cuatro de la tarde, los cielos vibraron con el rugido de pájaros metálicos verdes que anunciaban la llegada del presidente Gustavo Petro Urrego. El bullicio se aquietó de inmediato. Los asistentes, con una disciplina solemne, observaron cómo el mandatario y sus acompañantes eran recibidos por los líderes espirituales de la comunidad. En una ceremonia privada, sentados sobre piedras ancestrales, el presidente absorbió la energía de los rituales que, como un manto invisible, lo cubrieron de fuerza y propósito.
El anuncio de su llegada oficial desató una explosión de música y danzas. Hombres y mujeres bailaron al ritmo de la flauta pascuala, mientras una niña, que parecía salida de las páginas mismas de Cien años de soledad, recitaba un pasaje de aquella obra inmortal. Los himnos resonaron con un fervor que parecía capaz de despertar a los muertos, y las palabras de agradecimiento de las autoridades tradicionales y el alcalde se entrelazaron con los aplausos jubilosos.
Cuando finalmente se entregaron los títulos de propiedad, el presidente rompió la barrera que lo separaba del pueblo. Se deslizó entre la multitud como un hombre redescubriendo sus raíces. Su sonrisa era amplia, y sus ojos brillaban con un entusiasmo contagioso.
En su andar, acompañado por la atenta guardiana Angi Rodríguez Fajardo, parecía más cercano, más humano, más presidente. En ese instante, bajo el cielo que se incendiaba con el ocaso, el Caribe no era solo una región: era un lugar donde los sueños y las esperanzas se abrazaban, al ritmo lento y eterno de la historia.